domingo

10- El Templo de Jerusalén

Escrito I
2ª parte EL AMOR


10- El Templo de Jerusalén


El camino hasta Jerusalén transcurrió con relativa calma, los controles del ejército israelí hacían que la puntualidad no fuera más que una bonita palabra en el tablón de horarios de la estación de autobuses.

Otro ejército aparecía en mi mente, soldados romanos vigilaban la calzada observando a todos los que nos aproximábamos a Jerusalén. Aunque esos días éramos tantos los que nos acercábamos que no podían impedir que los “enemigos” de Roma entráramos con facilidad.

Hoy, palestinos y judíos, transitan recelosos unos de otros, el “veneno” del odio está inoculado en cada uno de ellos. Cada gesto, cada movimiento les delata. El miedo parece gobernar la Ciudad Santa. Algunos políticos y dirigentes religiosos han hecho a la perfección su labor en ambos bandos. Se respira un ambiente de calma tensa, frío y desolador.

¡Cuántas palabras pronunciadas en nombre del amor y la verdad con el único objetivo de tener dominado a un pueblo, adormecido, sojuzgado!

¡Cuánto disfraz bajo el nombre de la justicia para no querer reconocer la igualdad de todos los habitantes de esta tierra, donde nadie es realmente superior ni inferior a nadie!

Transitamos por las calles empedradas, los puestos apostados a ambos lados ofrecían sus mercancías, el griterío era constante. En aquella ocasión no estaba solo, varios amigos me acompañaban y el Maestro nos esperaba. Sabíamos que el Sanedrín se reuniría. Roma estaba nerviosa pues el imperio en oriente no iba todo lo bien que esperaban, levantamientos contra su opresión ocurrían cada poco tiempo, había que atajar el problema de raíz.

Allí estaba Él, esperándonos junto a la fuente, aún sentado destacaba por su altura y porte. Nos saludamos efusivamente, un abrazo dado con corazón, el reencuentro de viejos amigos.

―¡Vamos! exclamó Él con voz firme.

Tras recorrer varias callejuelas llegamos a la plaza central frente al Templo, subimos por la escalinata que nos adentraba en su patio. En él todos podíamos acceder, judíos y gentiles; la vida de éste era agitada en el Sabbat, el espectáculo era a veces deprimente; si fuera había puestos, dentro no cabía una aguja, todo se vendía y todo se compraba.

El Maestro se detuvo mirando con tristeza a su alrededor. ¡Continuemos! Esta vez su voz estaba apagada, su corazón permanecía turbado.

Le pregunté:

—¿Rabí, por qué permiten que esto ocurra en tierra sagrada? ¿No habría que echarlos de aquí como fuera, aunque sea a empujones y latigazos?

—Dejadles —dijo el Maestro— que ellos se ahoguen en su propia agua.

El Maestro continuó en silencio hasta el edificio del Templo, aquí ningún extranjero podía pisar, se sentó y nosotros a su alrededor. Me miró, sus ojos estaban vidriosos y, tras un silencio en que Él sólo sabe qué ocurre en su interior, comenzó a hablar diciendo:

—Nunca empleéis la violencia ni aún con aquel que te ha arrebatado tu Hogar, ninguna causa es tan importante que justifique su uso. Pues aquel que emplea la espada y lastima a su hermano, no basta con que le pida perdón, si éste no se perdona a si mismo vivirá en un infierno aquí en la Tierra. Si no lo hace así su corazón se convertirá en una dura roca. Entonces atraerá para sí lo que mal llamáis infortunio, desgracias, cuando sólo son el medio que el Espíritu emplea para ablandar y volver a hacer de carne y sangre su corazón, de luz y fuego su alma.

—Si permites que tu Templo sea ocupado por la codicia, la avaricia, la soberbia, la mezquindad, el egoísmo. Si dejas que los mercaderes del Templo se adueñen de tu Hogar y te arrojen fuera de él. ¿Qué quedará de ti? ¿A dónde irás?

—Tu Hogar, tu Templo, es la Casa de mi Padre, os fue dada para que hicierais de ella el lugar donde se reúnen el Cielo y la Tierra.

Se levantó y llevándose las manos al corazón, miró al Santuario del Templo y continuó:

—Sólo el Amor tiene cabida en la Casa de mi Padre. Todo vuestro ser, desde los pies hasta el último cabello tienen la misma importancia para Él.

—En cada uno de sus hijos dejó una semilla que debéis cuidar, dejar crecer y madurar. Su Espíritu espera pacientemente este momento, entonces se cumple su promesa de liberar a su pueblo de la esclavitud y os convertís en su Santuario Vivo, en la Tierra Prometida, la Nueva Jerusalén.

Nos quedamos sin palabras, nada podía salir de nosotros más que un sentimiento indescriptible. Miré a mi alrededor y un inmenso gentío nos rodeaba en silencio, entonces el Maestro se introdujo en el Santuario para orar al Padre, nos pidió que le acompañáramos y así lo hicimos.
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