Escrito I
2ª parte EL AMOR
2ª parte EL AMOR
11- Todo tiene su tiempo y su momento
Paseando por los restos del Templo, lo que hoy llamamos el Muro de las Lamentaciones volví al pasado, siglos atrás…
Dentro del Santuario del Templo el Maestro se sentó y nos invitó a seguirle en su actitud. En silencio permanecimos un tiempo hasta que de pronto unos sacerdotes, fariseos y saduceos, vociferaban discutiendo acalorados sobre sus diferentes creencias sobre la inmortalidad del alma; ya nada les importaba, ni siquiera el lugar en que se encontraban. El Maestro les observó en silencio, se levantó y salió del Templo, algunos le acompañamos y otros se quedaron escuchando a los sacerdotes.
Dejamos el Templo atrás y atravesando varias callejuelas llegamos a las afueras de Jerusalén. José de Arimatea, ―miembro destacado del Sanedrín y seguidor de las enseñanzas del Maestro muy a pesar de la inmensa mayoría de sacerdotes―, nos esperaba frente a su morada. El Maestro se adelantó fundiéndose con él en un efusivo abrazo, nos pidió adentrarnos en su casa y así lo hicimos. Su vivienda era muy amplia, hecha con piedra caliza, sin adornos.
Llegamos a una estancia superior desde donde contemplamos los campos repletos de olivos y los montes cercanos al oriente de la ciudad. María de Magdala se alegró al vernos y yo aún más, no esperaba encontrarla aquí, la creía junto a sus hermanos en su aldea natal. Pero los designios del Maestro son a veces inescrutables. Tras los saludos nos sentamos, José nos tenía preparado un banquete como si de una boda se tratara. Las mujeres andaban como locas, atareadas de un lado a otro llevando los manjares.
Cuando hombres y mujeres estábamos sentados, el Maestro llamó a María y le dijo:
—¡Siéntate aquí a mi lado y junto a Pedro! Bien es sabido de vuestras desavenencias y os quiero más unidos que nunca. No como están los sacerdotes que han olvidado su verdadero papel entre los hombres y mi Padre, sólo se preocupan de su parcela de poder en la Tierra y quién tiene más fieles seguidores de “su” verdad.
—La razón —continuó—, no está en posesión de nadie como tampoco la verdad. Cada uno tenéis vuestra pequeña parcela de verdad que hoy os es útil, pero no dejéis que se endurezca y se convierta en una pesada piedra que os impida avanzar; es sólo una herramienta como la azada de un labrador, que le sirve para abrir surcos en la tierra con ella, después la dejará y con sus manos la sembrará. Todo tiene su tiempo y su momento.
—Pedro, el hombre no se salva por su fe solamente, por su creencia en un Dios externo. Como tampoco, María, el hombre sólo se salva por su autoconocimiento, es uniéndoos como le encontraréis. Dios, nuestro Padre, está tanto dentro de cada uno de nosotros como fuera; en todo lo que veis y conocéis como en lo desconocido.
—Si dejáis que la balanza se incline en demasía por un lado, crearéis un Dios lejano e inalcanzable y sumiréis en la eterna ignorancia y dependencia a vuestros hermanos y hermanas. En cambio si le inclináis en exceso al otro lado haréis un Dios sólo para unos pocos iniciados y elegidos, la inmensa mayoría de la humanidad se quedará fuera y buscará otros dioses que les suplan su orfandad.
Por un momento volví al presente, el recuerdo de estas palabras al ver al fondo el Monte de los Olivos me hacía comprender con tristeza qué reales eran sus advertencias y no las supimos ver con claridad.
Vivimos en la actualidad en un mundo dividido en millones de parcelas de pequeñas verdades. Cada uno percibiendo la nuestra como la única, la verdadera, y siendo capaces de defenderla hasta con nuestra vida si fuera necesario. No tengo más que girar la cabeza y ver en que se ha convertido hoy Jerusalén: un símbolo de la división de religiones, culturas, de hermanas y hermanos.
Triste destino el que estamos viviendo, pero no es tarde. Las voces de quienes clamaban en el desierto se han adentrado en las ciudades. Y en silencio, como un ladrón en la noche, entran en cada morada instalándose, esperando con paciencia el suave despertar, el amanecer de un nuevo día.
Todo tiene su tiempo y su momento.
Paseando por los restos del Templo, lo que hoy llamamos el Muro de las Lamentaciones volví al pasado, siglos atrás…
Dentro del Santuario del Templo el Maestro se sentó y nos invitó a seguirle en su actitud. En silencio permanecimos un tiempo hasta que de pronto unos sacerdotes, fariseos y saduceos, vociferaban discutiendo acalorados sobre sus diferentes creencias sobre la inmortalidad del alma; ya nada les importaba, ni siquiera el lugar en que se encontraban. El Maestro les observó en silencio, se levantó y salió del Templo, algunos le acompañamos y otros se quedaron escuchando a los sacerdotes.
Dejamos el Templo atrás y atravesando varias callejuelas llegamos a las afueras de Jerusalén. José de Arimatea, ―miembro destacado del Sanedrín y seguidor de las enseñanzas del Maestro muy a pesar de la inmensa mayoría de sacerdotes―, nos esperaba frente a su morada. El Maestro se adelantó fundiéndose con él en un efusivo abrazo, nos pidió adentrarnos en su casa y así lo hicimos. Su vivienda era muy amplia, hecha con piedra caliza, sin adornos.
Llegamos a una estancia superior desde donde contemplamos los campos repletos de olivos y los montes cercanos al oriente de la ciudad. María de Magdala se alegró al vernos y yo aún más, no esperaba encontrarla aquí, la creía junto a sus hermanos en su aldea natal. Pero los designios del Maestro son a veces inescrutables. Tras los saludos nos sentamos, José nos tenía preparado un banquete como si de una boda se tratara. Las mujeres andaban como locas, atareadas de un lado a otro llevando los manjares.
Cuando hombres y mujeres estábamos sentados, el Maestro llamó a María y le dijo:
—¡Siéntate aquí a mi lado y junto a Pedro! Bien es sabido de vuestras desavenencias y os quiero más unidos que nunca. No como están los sacerdotes que han olvidado su verdadero papel entre los hombres y mi Padre, sólo se preocupan de su parcela de poder en la Tierra y quién tiene más fieles seguidores de “su” verdad.
—La razón —continuó—, no está en posesión de nadie como tampoco la verdad. Cada uno tenéis vuestra pequeña parcela de verdad que hoy os es útil, pero no dejéis que se endurezca y se convierta en una pesada piedra que os impida avanzar; es sólo una herramienta como la azada de un labrador, que le sirve para abrir surcos en la tierra con ella, después la dejará y con sus manos la sembrará. Todo tiene su tiempo y su momento.
—Pedro, el hombre no se salva por su fe solamente, por su creencia en un Dios externo. Como tampoco, María, el hombre sólo se salva por su autoconocimiento, es uniéndoos como le encontraréis. Dios, nuestro Padre, está tanto dentro de cada uno de nosotros como fuera; en todo lo que veis y conocéis como en lo desconocido.
—Si dejáis que la balanza se incline en demasía por un lado, crearéis un Dios lejano e inalcanzable y sumiréis en la eterna ignorancia y dependencia a vuestros hermanos y hermanas. En cambio si le inclináis en exceso al otro lado haréis un Dios sólo para unos pocos iniciados y elegidos, la inmensa mayoría de la humanidad se quedará fuera y buscará otros dioses que les suplan su orfandad.
Por un momento volví al presente, el recuerdo de estas palabras al ver al fondo el Monte de los Olivos me hacía comprender con tristeza qué reales eran sus advertencias y no las supimos ver con claridad.
Vivimos en la actualidad en un mundo dividido en millones de parcelas de pequeñas verdades. Cada uno percibiendo la nuestra como la única, la verdadera, y siendo capaces de defenderla hasta con nuestra vida si fuera necesario. No tengo más que girar la cabeza y ver en que se ha convertido hoy Jerusalén: un símbolo de la división de religiones, culturas, de hermanas y hermanos.
Triste destino el que estamos viviendo, pero no es tarde. Las voces de quienes clamaban en el desierto se han adentrado en las ciudades. Y en silencio, como un ladrón en la noche, entran en cada morada instalándose, esperando con paciencia el suave despertar, el amanecer de un nuevo día.
Todo tiene su tiempo y su momento.