Escrito I
2ª parte EL AMOR
2ª parte EL AMOR
9- El Mar de Galilea
Llegó el atardecer tras una larga jornada caminando por las tierras de Galilea. Mis pies cansados me llevaron a la orilla de un mar que me traía viejos recuerdos…
La chiquillería, alborotada tras la llegada de los pescadores con la recompensa de una jornada bajo un sol abrasador, sabía que necesitaban de su ayuda para limpiar los peces y prepararlos para su transporte. Las mujeres no se quedaban a la zaga, colaboraban y no era sólo por necesidad, un espíritu de solidaridad les embargaba a todos.
Eran los días en que el Maestro estaba junto a ellos, sus palabras habían calado hondo en muchos, tanto que cambió radicalmente sus vidas… Pedro, Mateo, Santiago…
Ahora todo era silencio. Alguna desvencijada barca en un mar que ya no era el mismo. Los aviones
sobrevolando a cielo raso, rompiendo la paz que aún se respira, rumbo norte, en no se sabe qué misión, en nombre de no sé qué paz.
«Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra. Bienaventurados los limpios de corazón, los perseguidos, los que lloran…» Sus palabras están tan vivas como entonces.
No me apetecía dormir bajo un techo de hormigón, así que decidí que las estrellas me acompañarían. Los grillos ya comenzaban su cantinela y el sonido suave del agua acariciando la orilla eran un bálsamo para mi cuerpo cansado.
La primavera se dejaba entrever. La noche era templada. La vegetación se mezclaba con la árida tierra alfombrándola con su verdor. La luna creciente se asomaba a través de los montes cercanos, reflejándose su luz en las tranquilas aguas.
Me senté a la orilla dejando que mis pies se mojaran. Una vez más los recuerdos reaparecían…
Otro tiempo. La misma orilla. Mis pies mojándose como hoy, pero no estaba solo, cerca dormían como niños mis compañeros de viaje.
El Maestro se acercó, sus pasos le delataban; se sentó a mi lado, descalzándose y extendiendo sus piernas dejando que el agua las bañara. Su túnica acabó mojándose. Nos miramos y sonreímos. Volví a mis pensamientos.
—Nada temas —me dijo.
—No estés preocupado por el futuro, sin duda llegará, pero éste es el momento que estás viviendo —pareció leer mis pensamientos—, es en el ahora donde has de concentrar tus energías. Nuestro Padre sabe de tus necesidades y de las mías, nada te ha de faltar.
—En este momento, si todo tu ser lo centrarás en ver el Reino de Dios lo tendrías ante tus ojos, mas la duda no deja de cegarte. Pasarán mil, dos mil años y te seguirás haciendo las mismas preguntas… ¡Cuando la respuesta la tienes tan cerca!
—El Reino —continuó— no es un lugar al que has de llegar, ni siquiera una tierra que has de conquistar. ¡El Reino eres tú!
Me quedé un poco perplejo, no acababa de entenderle, a veces sus palabras me resultaban tremendamente enigmáticas. Parecía hablar como si estuviera dirigiéndose a los escribas y eruditos, y yo no era más que el hijo de un pescador.
—Me dirijo a ti —volvió a leer en mi mente―. Las auténticas verdades, las que nos hacen libres, son sencillas. Somos nosotros quienes para no salir de nuestra prisión tejemos una telaraña donde nos dejamos atrapar, y le ponemos nombres que ocultan la podredumbre que encierran.
—Eres libre si así lo deseas con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser.
—Sólo hay un camino, el de la verdad. La verdad de que eres mi hermano. La verdad de que somos hijos del Creador… nuestro Padre.
—Él nos ha dado la vida, nos ha dado lo más preciado que un padre puede tener; se ha dado a sí mismo, se ha entregado por entero a los mundos que ha creado, se ha fundido con ellos.
—Y tú, mi pequeño hermano, no eres menos que la Luna que contemplas, ni el Sol que alumbra tus días. Él habita en ti, como tú habitas en Él. Este es el Reino que quiero que descubras, no importa si hoy o en otro tiempo, solamente depende de ti.
Le miré. Su cabello negro, brillante como la luz de la luna. Sus ojos mirándome fijamente. Los míos dejaban caer unas gotas como el agua del Mar de Galilea.
Nunca olvidaré su rostro y su sonrisa, pero más importante, nunca olvidaré sus palabras de vida:
«El Reino eres tú. Este es el Reino que quiero que descubras, no importa si hoy, o en otro tiempo, depende de ti».
Abrí el saco de dormir. Tumbado contemplé el firmamento, una estrella fugaz le recorría de Este a Oeste, de mis ojos brotaron unas gotas como el agua del Mar de Galilea.
Llegó el atardecer tras una larga jornada caminando por las tierras de Galilea. Mis pies cansados me llevaron a la orilla de un mar que me traía viejos recuerdos…
La chiquillería, alborotada tras la llegada de los pescadores con la recompensa de una jornada bajo un sol abrasador, sabía que necesitaban de su ayuda para limpiar los peces y prepararlos para su transporte. Las mujeres no se quedaban a la zaga, colaboraban y no era sólo por necesidad, un espíritu de solidaridad les embargaba a todos.
Eran los días en que el Maestro estaba junto a ellos, sus palabras habían calado hondo en muchos, tanto que cambió radicalmente sus vidas… Pedro, Mateo, Santiago…
Ahora todo era silencio. Alguna desvencijada barca en un mar que ya no era el mismo. Los aviones
sobrevolando a cielo raso, rompiendo la paz que aún se respira, rumbo norte, en no se sabe qué misión, en nombre de no sé qué paz.
«Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra. Bienaventurados los limpios de corazón, los perseguidos, los que lloran…» Sus palabras están tan vivas como entonces.
No me apetecía dormir bajo un techo de hormigón, así que decidí que las estrellas me acompañarían. Los grillos ya comenzaban su cantinela y el sonido suave del agua acariciando la orilla eran un bálsamo para mi cuerpo cansado.
La primavera se dejaba entrever. La noche era templada. La vegetación se mezclaba con la árida tierra alfombrándola con su verdor. La luna creciente se asomaba a través de los montes cercanos, reflejándose su luz en las tranquilas aguas.
Me senté a la orilla dejando que mis pies se mojaran. Una vez más los recuerdos reaparecían…
Otro tiempo. La misma orilla. Mis pies mojándose como hoy, pero no estaba solo, cerca dormían como niños mis compañeros de viaje.
El Maestro se acercó, sus pasos le delataban; se sentó a mi lado, descalzándose y extendiendo sus piernas dejando que el agua las bañara. Su túnica acabó mojándose. Nos miramos y sonreímos. Volví a mis pensamientos.
—Nada temas —me dijo.
—No estés preocupado por el futuro, sin duda llegará, pero éste es el momento que estás viviendo —pareció leer mis pensamientos—, es en el ahora donde has de concentrar tus energías. Nuestro Padre sabe de tus necesidades y de las mías, nada te ha de faltar.
—En este momento, si todo tu ser lo centrarás en ver el Reino de Dios lo tendrías ante tus ojos, mas la duda no deja de cegarte. Pasarán mil, dos mil años y te seguirás haciendo las mismas preguntas… ¡Cuando la respuesta la tienes tan cerca!
—El Reino —continuó— no es un lugar al que has de llegar, ni siquiera una tierra que has de conquistar. ¡El Reino eres tú!
Me quedé un poco perplejo, no acababa de entenderle, a veces sus palabras me resultaban tremendamente enigmáticas. Parecía hablar como si estuviera dirigiéndose a los escribas y eruditos, y yo no era más que el hijo de un pescador.
—Me dirijo a ti —volvió a leer en mi mente―. Las auténticas verdades, las que nos hacen libres, son sencillas. Somos nosotros quienes para no salir de nuestra prisión tejemos una telaraña donde nos dejamos atrapar, y le ponemos nombres que ocultan la podredumbre que encierran.
—Eres libre si así lo deseas con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser.
—Sólo hay un camino, el de la verdad. La verdad de que eres mi hermano. La verdad de que somos hijos del Creador… nuestro Padre.
—Él nos ha dado la vida, nos ha dado lo más preciado que un padre puede tener; se ha dado a sí mismo, se ha entregado por entero a los mundos que ha creado, se ha fundido con ellos.
—Y tú, mi pequeño hermano, no eres menos que la Luna que contemplas, ni el Sol que alumbra tus días. Él habita en ti, como tú habitas en Él. Este es el Reino que quiero que descubras, no importa si hoy o en otro tiempo, solamente depende de ti.
Le miré. Su cabello negro, brillante como la luz de la luna. Sus ojos mirándome fijamente. Los míos dejaban caer unas gotas como el agua del Mar de Galilea.
Nunca olvidaré su rostro y su sonrisa, pero más importante, nunca olvidaré sus palabras de vida:
«El Reino eres tú. Este es el Reino que quiero que descubras, no importa si hoy, o en otro tiempo, depende de ti».
Abrí el saco de dormir. Tumbado contemplé el firmamento, una estrella fugaz le recorría de Este a Oeste, de mis ojos brotaron unas gotas como el agua del Mar de Galilea.