Escrito II
EL CONOCIMIENTO
9- Nacimos sin nacimiento
Meryem y yo nos miramos sabiendo que una nueva etapa emprendíamos en nuestras vidas después de escuchar las palabras reveladoras del Maestro: “La comunión con el Espíritu que siempre habéis sido, sois y seréis, ha hecho posible que los caminos se encuentren una vez más”.
—Voy a Nazaret —le manifesté.
—Donde vayas tú —me contestó—, si quieres, voy yo.
—Donde vas tú, si quieres, voy yo —repliqué.
—¡Vamos! —confirmamos.
Esta vez no fue Él quien se fue, nos abrazó, seguidamente Meryem y yo subimos al viejo auto. Sonrió y nos alejamos del lugar rumbo a nuestro destino aún por vivir.
Durante unos minutos ninguna palabra surgía, los dos pensábamos, sentíamos; experimentábamos sensaciones nunca vividas.
Rompimos el silencio a la vez:
—¿Sabes…? y unas carcajadas llenaron el espacio.
Sabíamos, ciertamente sabíamos.
—Continúa —dije.
—Te respondí que soy palestina y así es, aunque me siento ciudadana del mundo. Profesé durante años la religión de mis padres. Ellos secundan la tradición, encontraron las respuestas a sus preguntas. Yo, en cambio, sigo la búsqueda.
—Desde niña he sentido en mi interior un fuerte deseo por ir más allá de la superficialidad, de profundizar y encontrar la Verdad escondida. Y ésta, poco a poco, se va revelando. Me ha llevado a madurar, a creer en una religión sin nombre ni etiquetas, incluyente y viva, en la que crezco día a día.
—Mi religión es la Vida, es Amar. Tan simple o complicada como quiera vivirla.
Sus palabras las hacía mías y así se lo expresé:
—Pienso y siento como tú, me costó mucho esfuerzo comprender. Desde niño sentía que una fuerza interior me estimulaba. Nada de lo que veía a mi alrededor satisfacía mi ansia de saber; de concebir por qué tanto sufrimiento, ¿era necesario? El por qué y para qué estamos aquí. Y encontré algunas respuestas.
—Tengo muchos maestros —continué—que me van señalando el camino. Maestros en mi madre, mi padre, mis hermanos; en cada persona con la que me encuentro a lo largo de mi vida, en la naturaleza que me rodea; en los sucesos cotidianos. Todos ellos me enseñan a conocerme. Si alguno me irrita, acabo agradeciéndoselo, pues así comprendo cuales son mis puntos débiles, mi “enfermedad”, que debo esforzarme en sanar. Intentando comprender a los demás, me conozco más a mí mismo y conociéndome conozco a los demás.
—Las respuestas son sencillas y como bien dices también se resumen en una palabra: Amar.
—Amar se vive, se experimenta continuamente, sin fin.
—Y Amar —dijo Meryem— no es una palabra, es el generador de la Vida, la fuerza de la gravedad que nos une y sostiene; es el impulso que hace que las galaxias, estrellas y planetas nazcan; hace que tú y yo nos encontremos una y otra vez a lo largo del tiempo y el espacio.
—Nacimos sin nacimiento, vibramos al unísono siempre y sin embargo nos alejamos, pero sólo aparentemente, para volvernos a encontrar. Y en cada encuentro nos sentimos más y más unidos y al unirnos generamos Vida.
Nos dimos la mano y seguimos en silencio hasta llegar a Nazaret.
Llegamos al taller y me despedí del viejo auto, con un… ¡perfecto para viajar al desierto! ¡Gracias viejo amigo!
—¡Hasta siempre! —me acompañó con su dulce voz Meryem.
—Quiero que conozcas a una persona —me indicó—, es mi profesor de historia, vive en Damasco.
¿Por qué no? —pensé.
—¡Vamos!
—Donde vayas tú —me contestó—, si quieres, voy yo.
—Donde vas tú, si quieres, voy yo —repliqué.
—¡Vamos! —confirmamos.
Esta vez no fue Él quien se fue, nos abrazó, seguidamente Meryem y yo subimos al viejo auto. Sonrió y nos alejamos del lugar rumbo a nuestro destino aún por vivir.
Durante unos minutos ninguna palabra surgía, los dos pensábamos, sentíamos; experimentábamos sensaciones nunca vividas.
Rompimos el silencio a la vez:
—¿Sabes…? y unas carcajadas llenaron el espacio.
Sabíamos, ciertamente sabíamos.
—Continúa —dije.
—Te respondí que soy palestina y así es, aunque me siento ciudadana del mundo. Profesé durante años la religión de mis padres. Ellos secundan la tradición, encontraron las respuestas a sus preguntas. Yo, en cambio, sigo la búsqueda.
—Desde niña he sentido en mi interior un fuerte deseo por ir más allá de la superficialidad, de profundizar y encontrar la Verdad escondida. Y ésta, poco a poco, se va revelando. Me ha llevado a madurar, a creer en una religión sin nombre ni etiquetas, incluyente y viva, en la que crezco día a día.
—Mi religión es la Vida, es Amar. Tan simple o complicada como quiera vivirla.
Sus palabras las hacía mías y así se lo expresé:
—Pienso y siento como tú, me costó mucho esfuerzo comprender. Desde niño sentía que una fuerza interior me estimulaba. Nada de lo que veía a mi alrededor satisfacía mi ansia de saber; de concebir por qué tanto sufrimiento, ¿era necesario? El por qué y para qué estamos aquí. Y encontré algunas respuestas.
—Tengo muchos maestros —continué—que me van señalando el camino. Maestros en mi madre, mi padre, mis hermanos; en cada persona con la que me encuentro a lo largo de mi vida, en la naturaleza que me rodea; en los sucesos cotidianos. Todos ellos me enseñan a conocerme. Si alguno me irrita, acabo agradeciéndoselo, pues así comprendo cuales son mis puntos débiles, mi “enfermedad”, que debo esforzarme en sanar. Intentando comprender a los demás, me conozco más a mí mismo y conociéndome conozco a los demás.
—Las respuestas son sencillas y como bien dices también se resumen en una palabra: Amar.
—Amar se vive, se experimenta continuamente, sin fin.
—Y Amar —dijo Meryem— no es una palabra, es el generador de la Vida, la fuerza de la gravedad que nos une y sostiene; es el impulso que hace que las galaxias, estrellas y planetas nazcan; hace que tú y yo nos encontremos una y otra vez a lo largo del tiempo y el espacio.
—Nacimos sin nacimiento, vibramos al unísono siempre y sin embargo nos alejamos, pero sólo aparentemente, para volvernos a encontrar. Y en cada encuentro nos sentimos más y más unidos y al unirnos generamos Vida.
Nos dimos la mano y seguimos en silencio hasta llegar a Nazaret.
Llegamos al taller y me despedí del viejo auto, con un… ¡perfecto para viajar al desierto! ¡Gracias viejo amigo!
—¡Hasta siempre! —me acompañó con su dulce voz Meryem.
—Quiero que conozcas a una persona —me indicó—, es mi profesor de historia, vive en Damasco.
¿Por qué no? —pensé.
—¡Vamos!