Escrito I
2ª parte EL AMOR
La Tierra no se detuvo y el alba de un nuevo día llegó. Abrí los ojos, vi a María y a Pedro junto al Maestro sentados con la mirada perdida, con un gesto me pidió que me acercara a ellos, así lo hice, parecía que me esperaban.
Entonces el Maestro comenzó a hablar:
—Cuando os encontréis desanimados o alegres; alterados o tranquilos; sin rumbo o con esperanza; en cualquier estado de ánimo o actitud mental: buscad un tiempo en soledad, no importa donde, ni a qué hora, si al alba o al anochecer. Entonces en silencio, en voz baja o en alto, orad así: “Abbá”… Y hablad con el corazón, con verdad. Expresaos con humildad.
―Compartid vuestro dolor, vuestro llanto y desesperación si así lo necesitáis. Entregádselo a Él y os lo devolverá convertido en Luz y Esperanza.
―Tened por seguro que Él os escucha y no caen en saco roto vuestras súplicas.
―No le pidáis por vuestras necesidades materiales, pedidle por vuestras carestías espirituales.
―Y dadle siempre gracias y amad a vuestros hermanos.
―Porque, en verdad os digo, sólo el Amor podrá satisfaceros plenamente.
Finalizó diciendo:
—Ahora os dejo en vuestro silencio, después empezaremos a caminar hacia nuestro destino…
Nos quedamos una vez más callados y sumidos en nuestros pensamientos.
Al poco emprendimos camino entre montañas. El buen tiempo nos acompañaba otra vez y un ligero viento nos hizo así más llevadera la travesía por estas áridas tierras.
Recordé las palabras del Maestro: “El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, tome su cruz y que me siga”.
—Sí —dijo el Maestro—, es necesario renunciar a nuestra pequeña vida personal si deseamos alcanzar la verdadera paz, la que nace tras el sacrificio de nuestro ego.
—Ahora vives en una encrucijada, un cruce de caminos y has de elegir si seguir siendo el que eres, envuelto en tus dudas y temores a merced de las mareas de tus pensamientos y sentimientos, donde tu pequeño yo es quien importa o, tomar el timón de tu vida y conducirte a las cálidas tierras de mi Padre.
—Sí así lo deseas puedes seguir conmigo y atravesar estas tierras, este desierto, como ahora lo estás haciendo. No sabes adónde vas. Únicamente conoces tu vida pasada, te aferras a ella como si fuera lo más importante, sin embargo aún no sabiendo el por qué, confías plenamente en mí. No pienses que dejas de existir, nada más lejos de la realidad. El único que muere es el ser aislado que vive en ti, para dar paso a un hombre nuevo donde la palabra Amor cobra su auténtico sentido.
—El Amor se identifica con todos y con todo, nada queda fuera de Él, pues Él es la Vida, lo único que de verdad existe.
—O tomas el camino de regreso a Jerusalén, donde las leyes, con sus normas, premios y condenas te seguirán atando. Hasta que un día te vuelvas a preguntar: ¿por qué permanezco esclavo de mi mismo?... Y vuelvas a pedir ayuda a tu Padre.
—Hoy es el tiempo que has elegido para liberarte y los cielos se conjugan para que así sea. Tú tienes la última palabra.
Entonces —preguntó María—, ¿por qué vivimos sumidos en el caos que produce el sufrimiento cuando podemos vivir en paz y armonía?
Él contestó:
—Porque nacimos libres y vivimos las consecuencias de esta libertad. Aprendemos de nuestras experiencias, errando y acertando nos hacemos a nosotros mismos. Cada uno somos únicos y nadie puede hacer el trabajo por nosotros.
―Elegimos estar viviendo en un profundo sueño o despertar de él.
―Somos como esta planta —señaló un matorral—. Eligió el desierto para vivir, en él encuentra su sustento, no obstante el viento le trae aromas de otras tierras y le recuerda que un día las lluvias también le pueden alcanzar sólo con pedirlo.
Pedro le preguntó: ¿Y cómo evitamos el sufrimiento?
—Los deseos que te atan a la carne —siguió expresando el Maestro—, no los evites. ¡Aprende a ennoblecerlos y pon tu mente al servicio de tu alma y no al revés! ¡Y tu alma al servicio del Espíritu!
―No os hablo de una entelequia, una ficción. Os hablo con la misma fuerza que creó el Sol y las estrellas, la Tierra y a todos los que la habitamos.
―Pedid al Padre y os dará, buscad su Reino y le encontraréis.
Sus palabras nos conmovieron profundamente y al unísono le dijimos:
—¡Elegimos despertar!
Unas carcajadas salieron de los cuatro y nos abrazamos, el Maestro de pronto salió corriendo gritando:
—¡Agarradme si podéis!
A pesar de ser de mayor edad que el resto no le alcanzamos. Nos dimos por vencidos y proseguimos andando, silbando, alegres. María cantaba una vieja canción de cuna.
―¡Qué lejos queda la infancia! —dijo Pedro.
—¡Correcto! ¡Estamos creciendo! —contestó el Maestro.
La ciudad de Sicar asomaba en el horizonte. Hoy la jornada pareció más corta, quizás la alegría rebosante que nuestras almas desprendían tenía algo que ver tras las palabras que no dejaban de resonar: “Pedid al Padre…”
2ª parte EL AMOR
15- Pedid al Padre
15- Pedid al Padre
La Tierra no se detuvo y el alba de un nuevo día llegó. Abrí los ojos, vi a María y a Pedro junto al Maestro sentados con la mirada perdida, con un gesto me pidió que me acercara a ellos, así lo hice, parecía que me esperaban.
Entonces el Maestro comenzó a hablar:
—Cuando os encontréis desanimados o alegres; alterados o tranquilos; sin rumbo o con esperanza; en cualquier estado de ánimo o actitud mental: buscad un tiempo en soledad, no importa donde, ni a qué hora, si al alba o al anochecer. Entonces en silencio, en voz baja o en alto, orad así: “Abbá”… Y hablad con el corazón, con verdad. Expresaos con humildad.
―Compartid vuestro dolor, vuestro llanto y desesperación si así lo necesitáis. Entregádselo a Él y os lo devolverá convertido en Luz y Esperanza.
―Tened por seguro que Él os escucha y no caen en saco roto vuestras súplicas.
―No le pidáis por vuestras necesidades materiales, pedidle por vuestras carestías espirituales.
―Y dadle siempre gracias y amad a vuestros hermanos.
―Porque, en verdad os digo, sólo el Amor podrá satisfaceros plenamente.
Finalizó diciendo:
—Ahora os dejo en vuestro silencio, después empezaremos a caminar hacia nuestro destino…
Nos quedamos una vez más callados y sumidos en nuestros pensamientos.
Al poco emprendimos camino entre montañas. El buen tiempo nos acompañaba otra vez y un ligero viento nos hizo así más llevadera la travesía por estas áridas tierras.
Recordé las palabras del Maestro: “El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, tome su cruz y que me siga”.
—Sí —dijo el Maestro—, es necesario renunciar a nuestra pequeña vida personal si deseamos alcanzar la verdadera paz, la que nace tras el sacrificio de nuestro ego.
—Ahora vives en una encrucijada, un cruce de caminos y has de elegir si seguir siendo el que eres, envuelto en tus dudas y temores a merced de las mareas de tus pensamientos y sentimientos, donde tu pequeño yo es quien importa o, tomar el timón de tu vida y conducirte a las cálidas tierras de mi Padre.
—Sí así lo deseas puedes seguir conmigo y atravesar estas tierras, este desierto, como ahora lo estás haciendo. No sabes adónde vas. Únicamente conoces tu vida pasada, te aferras a ella como si fuera lo más importante, sin embargo aún no sabiendo el por qué, confías plenamente en mí. No pienses que dejas de existir, nada más lejos de la realidad. El único que muere es el ser aislado que vive en ti, para dar paso a un hombre nuevo donde la palabra Amor cobra su auténtico sentido.
—El Amor se identifica con todos y con todo, nada queda fuera de Él, pues Él es la Vida, lo único que de verdad existe.
—O tomas el camino de regreso a Jerusalén, donde las leyes, con sus normas, premios y condenas te seguirán atando. Hasta que un día te vuelvas a preguntar: ¿por qué permanezco esclavo de mi mismo?... Y vuelvas a pedir ayuda a tu Padre.
—Hoy es el tiempo que has elegido para liberarte y los cielos se conjugan para que así sea. Tú tienes la última palabra.
Entonces —preguntó María—, ¿por qué vivimos sumidos en el caos que produce el sufrimiento cuando podemos vivir en paz y armonía?
Él contestó:
—Porque nacimos libres y vivimos las consecuencias de esta libertad. Aprendemos de nuestras experiencias, errando y acertando nos hacemos a nosotros mismos. Cada uno somos únicos y nadie puede hacer el trabajo por nosotros.
―Elegimos estar viviendo en un profundo sueño o despertar de él.
―Somos como esta planta —señaló un matorral—. Eligió el desierto para vivir, en él encuentra su sustento, no obstante el viento le trae aromas de otras tierras y le recuerda que un día las lluvias también le pueden alcanzar sólo con pedirlo.
Pedro le preguntó: ¿Y cómo evitamos el sufrimiento?
—Los deseos que te atan a la carne —siguió expresando el Maestro—, no los evites. ¡Aprende a ennoblecerlos y pon tu mente al servicio de tu alma y no al revés! ¡Y tu alma al servicio del Espíritu!
―No os hablo de una entelequia, una ficción. Os hablo con la misma fuerza que creó el Sol y las estrellas, la Tierra y a todos los que la habitamos.
―Pedid al Padre y os dará, buscad su Reino y le encontraréis.
Sus palabras nos conmovieron profundamente y al unísono le dijimos:
—¡Elegimos despertar!
Unas carcajadas salieron de los cuatro y nos abrazamos, el Maestro de pronto salió corriendo gritando:
—¡Agarradme si podéis!
A pesar de ser de mayor edad que el resto no le alcanzamos. Nos dimos por vencidos y proseguimos andando, silbando, alegres. María cantaba una vieja canción de cuna.
―¡Qué lejos queda la infancia! —dijo Pedro.
—¡Correcto! ¡Estamos creciendo! —contestó el Maestro.
La ciudad de Sicar asomaba en el horizonte. Hoy la jornada pareció más corta, quizás la alegría rebosante que nuestras almas desprendían tenía algo que ver tras las palabras que no dejaban de resonar: “Pedid al Padre…”