lunes

3- La Madre

Escrito II
EL CONOCIMIENTO

3- La Madre


Llegamos a Nazaret al mediodía. Desde que despertamos no articulamos palabra, aún nos encontrábamos bajo el influjo de lo visto y oído en la noche. El Maestro nos dejó descansar hasta bien amanecido el día, sabía que teníamos que digerir lo vivido en silencio. Y como siempre, dejó que las aguas volvieran a su cauce con calma.

Los ojos del Maestro exultaban vida y, aunque siempre sonreía, ahora desbordaba alegría. Su madre —María—, la encontramos en la plaza ensimismada en la adquisición de especias, éstas le apasionaban. Siempre experimentaba en los guisos y el Maestro era su conejillo de indias y Él acababa siempre diciendo: “Madre, es el amor con que lo preparas el mejor condimento”.

Él se acercó sigiloso a su madre por detrás y le tapó los ojos con las manos, ella se volvió rápidamente, bien sabía quién era. Desde niño, cada vez que podía sorprenderla, sus encuentros se producían del mismo modo. Se abrazaron. Hacía meses que no se veían y las noticias que llegaban eran confusas y siempre temiendo que su hijo cayera en manos de los romanos, o peor aún de Herodes, rey de Judea, pues su fama de crueldad no tenía límite.

Entramos en el hogar del Maestro, de María; una morada humilde como todas las de Nazaret, donde los años transcurrían con lentitud y nada parecía cambiar. El taller de José seguía activo aún después de su muerte. Santiago, hermano del Maestro, se encargó de proseguir los trabajos a la partida de éste.

Ya sentíamos la necesidad de encontrarnos en casa y aquí se hacía realidad. Un poco de reposo y la mano de una madre se echaban en falta.

María nos trataba como a sus hijos, siempre pendiente de todo.

Al atardecer, el Maestro volvía de caminar junto a los olivares. Nos encontrábamos charlando, se sentó con nosotros.

—Recuerda Madre —comenzó Él a hablarnos— que hace un tiempo te manifesté la necesidad de dedicarme a los asuntos de mi Padre —ella aseveró con un gesto.

―Tú, Madre, junto a mi Padre, me disteis la vida; me tuviste en tus entrañas, aun teniendo carencias me alimentaste. Los latidos de tu corazón eran para mí como los rayos del Sol, siempre sentía tu calor y tus manos me calmaban cuando me agitaba.

―Los meses pasaban, los dos sabíamos que un día dejaría tu hogar para seguir creciendo en uno mayor y seguir construyendo el nuestro. No pensaste en ti en ese tiempo, tu deseo era que naciera fuerte y sano, te entregaste por completo a tan digna labor.

―Y así fue como un día vi la luz de este mundo. Un mundo que al igual que tú, ahora nos acoge a todos en sus entrañas; nos alimenta; nos cuida y nos ve crecer sabiendo que un día sentirá los dolores del parto. Dolores que vivirá con amor, pues sabe de nuestro deseo de seguir progresando y que una nueva vida es continuar con los lazos que nos unen y que nunca se separaran.

―Nuestra Madre siempre ira con nosotros allá donde vayamos. Adoptará un nuevo rostro al igual que nosotros y crecerá con nosotros, pues Ella y nosotros somos un solo ser.

―El momento del parto se acerca y el dolor no será más que un abrir y cerrar de ojos; es solamente el miedo ante la incertidumbre, el del abandono de la seguridad en el seno materno por un mundo nuevo a descubrir.

―Nada hemos de temer pues al igual que Ella, nuestro Padre nos cuida y está siempre con nosotros y en nosotros. No temamos al crecimiento, todo nuestro ser se expande pues ese es el deseo de nuestro Padre, nuestra Madre y el nuestro también.

―Cuando éramos niños queríamos ser como nuestros padres; descubrir nuevas tierras; encontrar respuestas a preguntas milenarias; ayudar a convertir el sufrimiento en gozo, dar un paso más en ese sentido hacia nuestra meta.

―Un impulso invisible nos empuja siempre hacia delante. Tomemos la antorcha que nuestros padres nos dan y no dejemos que nunca se apague la llama que nos ilumina el camino hacia el Reino de Dios. Ellos siempre irán con nosotros.

―Nuestro cuerpo cada vez será más glorioso y nuestro Espíritu gozoso de habitarlo.

Tras las palabras del Maestro, Pedro y María de Magdala se levantaron saliendo de la estancia, al poco volvieron con una sabrosa y sencilla cena preparada por María.

―¡Nada como el amor de una madre! —exclamó Juan.

Todos nos reímos.

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