Escrito I
2ª parte EL AMOR
2ª parte EL AMOR
Un nuevo día amanecía soleado.
Hoy abandonaría la ciudad de Jerusalén. Me desperté con un nombre en mi mente: Tabor. No lo dudé un instante, recogí mis pocas pertenencias que cabían en una pequeña mochila.
Me dirigí a la estación. El autocar estaba a punto de salir en su ruta hacia Nazaret. Por poco le pierdo pero… ya estoy sentado en él y dejando atrás una ciudad que siempre estará en mi corazón, a la que sin duda volveré.
Poco más de cien kilómetros separan ambos lugares, sin embargo unos acontecimientos les unen para siempre en mi alma: Tabor. El pasado vuelve a mí como si ahora estuviera ocurriendo…
El Maestro me despertó cuando los gallos aún no habían saludado el nuevo día.
—¡Juan, levanta! —me dijo en voz baja—. ¡Salimos de viaje, nos espera una larga jornada!
En poco tiempo me encontré junto a la puerta de la casa de José de Arimatea. Allí estaban Pedro, María y el Maestro esperándome.
—¡Vamos, dormilón! —entre risas me decía María—. ¡Toma este fardo, eres más joven y tienes buena espalda!
—¿Dónde vamos? —pregunté.
Nadie pareció escucharme. Nos despedimos de José, mientras el resto de la gran familia seguía durmiendo aún.
El Maestro salió a paso ligero. Tomé mi cayado y los tres le seguimos intentando alcanzarle. Enseguida dejamos atrás las últimas viviendas de Jerusalén, tomando el camino hacia el norte, el que lleva Samaria. Él redujo el paso y se lo agradecimos y al cielo también, pues unas nubes casi le cubrían por completo.
Pronto nos encontramos con una caravana procedente del valle de Hebrón con destino a Samaria y Esdrelón. El Maestro fue reconocido por algunos de sus integrantes, esto hizo que paráramos a descansar un poco y a compartir un ligero desayuno.
Nos pusimos al día sobre cómo estaba la situación en la ruta, dado que algunos la recorrían asiduamente en ambos sentidos. Parece que habría unos días de calma tras la detención de unos salteadores, así pues el recorrido sería seguro. Se discutía de la suerte de estos ladrones, todos parecían estar de acuerdo que murieran como castigo a sus desmanes.
El Maestro, que hasta entonces permanecía callado, dijo:
—¿Quién tiene la potestad de dar o quitar la vida sino el Dios que nos creó? Ningún ser humano tiene el poder de castigar con la muerte sin que acarree sobre sí una deuda que deberá saldar en el tiempo con el sacrificado.
—Ni quien robe o haga daño a otro vivirá en paz hasta que no se perdone a sí mismo, se reconcilie con él y restituya el daño que ha ocasionado.
—Todos hemos de encontrar la paz en nuestros corazones, perdonando y siendo perdonados.
Tras un largo mutismo, el Maestro se levantó exhortándonos a seguirle. Pronto dejamos atrás la caravana, aún escuchábamos en la lejanía las voces de la acalorada discusión que siguió al silencio.
El resto de la jornada transcurrió sin sobresaltos, llegando a la región montañosa del Sur de Samaria al anochecer. El Maestro nos veía agotados y a Él también se le apreciaba el cansancio.
Atrás quedaban las tierras de Judea.
Nos apartamos del camino y junto a unas rocas nos sentamos. María sacó de una bolsa pan ácimo y lo repartió. Aunque estábamos acostumbrados a comer austeramente, nuestro cuerpo nos lo agradecía.
—¡Gracias María! —le dijo Pedro.
María le sonrió. El Maestro repitió el gesto mirando a ambos. Parecía que el viaje les estaba sentando bien.
El día siguiente seguramente sería tan agotador como el de hoy, aunque no sabía el destino, intuía que se encontraba más allá de Samaria.
Enseguida el cansancio nos sumió a todos en un sueño profundo.
14- Por las tierras de Judea
Un nuevo día amanecía soleado.
Hoy abandonaría la ciudad de Jerusalén. Me desperté con un nombre en mi mente: Tabor. No lo dudé un instante, recogí mis pocas pertenencias que cabían en una pequeña mochila.
Me dirigí a la estación. El autocar estaba a punto de salir en su ruta hacia Nazaret. Por poco le pierdo pero… ya estoy sentado en él y dejando atrás una ciudad que siempre estará en mi corazón, a la que sin duda volveré.
Poco más de cien kilómetros separan ambos lugares, sin embargo unos acontecimientos les unen para siempre en mi alma: Tabor. El pasado vuelve a mí como si ahora estuviera ocurriendo…
El Maestro me despertó cuando los gallos aún no habían saludado el nuevo día.
—¡Juan, levanta! —me dijo en voz baja—. ¡Salimos de viaje, nos espera una larga jornada!
En poco tiempo me encontré junto a la puerta de la casa de José de Arimatea. Allí estaban Pedro, María y el Maestro esperándome.
—¡Vamos, dormilón! —entre risas me decía María—. ¡Toma este fardo, eres más joven y tienes buena espalda!
—¿Dónde vamos? —pregunté.
Nadie pareció escucharme. Nos despedimos de José, mientras el resto de la gran familia seguía durmiendo aún.
El Maestro salió a paso ligero. Tomé mi cayado y los tres le seguimos intentando alcanzarle. Enseguida dejamos atrás las últimas viviendas de Jerusalén, tomando el camino hacia el norte, el que lleva Samaria. Él redujo el paso y se lo agradecimos y al cielo también, pues unas nubes casi le cubrían por completo.
Pronto nos encontramos con una caravana procedente del valle de Hebrón con destino a Samaria y Esdrelón. El Maestro fue reconocido por algunos de sus integrantes, esto hizo que paráramos a descansar un poco y a compartir un ligero desayuno.
Nos pusimos al día sobre cómo estaba la situación en la ruta, dado que algunos la recorrían asiduamente en ambos sentidos. Parece que habría unos días de calma tras la detención de unos salteadores, así pues el recorrido sería seguro. Se discutía de la suerte de estos ladrones, todos parecían estar de acuerdo que murieran como castigo a sus desmanes.
El Maestro, que hasta entonces permanecía callado, dijo:
—¿Quién tiene la potestad de dar o quitar la vida sino el Dios que nos creó? Ningún ser humano tiene el poder de castigar con la muerte sin que acarree sobre sí una deuda que deberá saldar en el tiempo con el sacrificado.
—Ni quien robe o haga daño a otro vivirá en paz hasta que no se perdone a sí mismo, se reconcilie con él y restituya el daño que ha ocasionado.
—Todos hemos de encontrar la paz en nuestros corazones, perdonando y siendo perdonados.
Tras un largo mutismo, el Maestro se levantó exhortándonos a seguirle. Pronto dejamos atrás la caravana, aún escuchábamos en la lejanía las voces de la acalorada discusión que siguió al silencio.
El resto de la jornada transcurrió sin sobresaltos, llegando a la región montañosa del Sur de Samaria al anochecer. El Maestro nos veía agotados y a Él también se le apreciaba el cansancio.
Atrás quedaban las tierras de Judea.
Nos apartamos del camino y junto a unas rocas nos sentamos. María sacó de una bolsa pan ácimo y lo repartió. Aunque estábamos acostumbrados a comer austeramente, nuestro cuerpo nos lo agradecía.
—¡Gracias María! —le dijo Pedro.
María le sonrió. El Maestro repitió el gesto mirando a ambos. Parecía que el viaje les estaba sentando bien.
El día siguiente seguramente sería tan agotador como el de hoy, aunque no sabía el destino, intuía que se encontraba más allá de Samaria.
Enseguida el cansancio nos sumió a todos en un sueño profundo.