Escrito I
2ª parte EL AMOR
Los últimos rayos del Sol se perdían en el horizonte.
Una posada a la entrada de la aldea nos sirvió de refugio ante una noche que se prometía fría, los vientos del norte soplaban intensamente desde hacía unas horas.
Exhaustos caímos sobre los lechos que el posadero nos había preparado, aunque un poco incomodado éste por la presencia de una mujer entre nosotros. Mas el Maestro zanjó la cuestión con rapidez, con voz tajante le dijo:
—Ella es antes que yo. Donde ella va voy yo. Donde ella está estoy yo.
El posadero no supo que contestarle y se alejó refunfuñando.
El sueño nos venció rápidamente…
El tercer día desde que salimos de Jerusalén amaneció como se fue el anterior, el viento seguía soplando con fuerza. Decidimos esperar a que amainara, aprovechamos para ver a una vieja amiga del Maestro: Maayane.
Nos dirigimos a su hogar en las afueras, cerca del pozo de Jacob.
Allí estaba, preparando el pan cuando nos vio aparecer. Salió corriendo hacia el Maestro. Se detuvo ante Él, unas lágrimas caían por sus mejillas y en su intención de arrodillarse, Éste le dijo:
—No te arrodilles mujer, pues tú y yo somos hijos del mismo Padre, hermanos, iguales a los ojos de Dios y ante los hombres.
El Maestro le besó en la frente y nos presentó como a sus hermanos.
Nos invitó a entrar en su humilde casa y compartir el pan que preparaba. Así lo hicimos.
Juntos recordaron la conversación que en una ocasión mantuvieron.
Maayane parecía vivir feliz a pesar de su pobreza, hacia honor a su nombre: “Manantial… de alegría”. La alegría de quien se siente en las manos de Dios, de quien sabe que tras una larga búsqueda por fin ha encontrado aquello que tanto deseaba: la paz en su alma.
En su vida, sencilla y dura —por lo que ella misma nos había revelado—, las vicisitudes y penurias le habían enseñado que la humildad es un don que difícilmente se adquiere cuando el corazón está distraído donde la abundancia material mora.
—Tuve momentos de desesperación —nos confesó— cuando me sentía rechazada por las demás mujeres y codiciada como un objeto por los hombres. No quería vivir, me sentía que valía menos que una piedra del camino. Fue entonces cuando en mi más profunda desmoralización rogué al Dios de Abraham y de Jacob que me ayudara.
—Estaba junto al pozo cuando se acercó el Maestro. Nada sabía de Él. Me habló de lo que nadie sabe sobre mi vida, de las intenciones que tenía de acabar con mi sufrimiento. En un instante mi vida cambió, fue como si un rayo de luz me hubiera sacado de la oscuridad en la que vivía. Me devolvió la dignidad que creí perdida para siempre.
—Yo le ofrecí agua del pozo de mis antepasados y Él me dio a beber de un agua nueva, del manantial de agua Viva que nunca se seca.
Nos despedimos de Maayane, con la promesa de que nos volveríamos a encontrar. Nos ofreció alimentos para el camino que el Maestro aceptó con agrado. Él sabía que a pesar de su pobreza no podría rechazarlos, era la pureza de su corazón lo que compartía.
En poco tiempo estábamos lejos de Sicar, camino del norte. Nuevamente los montes desérticos serían nuestra compañía durante parte del recorrido.
Evitamos las pequeñas poblaciones que nos encontrábamos pues el Maestro pretendía que llegáramos antes del anochecer a tierras galileas. Cada vez los valles eran más extensos y esto nos facilitaba la marcha.
Eludimos la aldea de Beth Haggan al atardecer, el aroma de sus tierras fértiles me recordaban la infancia junto al mar de Galilea.
Una choza de labradores junto a una gran encina apartada del camino nos sirvió de cobijo.
La noche estaba extrañamente luminosa. La Luna comenzaba a alzarse imponente en el horizonte sobre las montañas al este del Jordán, su contorno era casi perfecto.
María de Magdala, nos confesaba que le había impactado la dura vida de Maayane la samaritana, su fortaleza a pesar de los golpes que había recibido en ella y cómo cambió su vida.
—¡Cómo cambia la vida de todos los que nos acercamos a Él! —en alto pensé.
El Maestro sonrió. Se alejó un poco de nosotros, quedándose en pie contemplando el cielo nocturno. Los demás nos tumbamos, con la mirada en las estrellas.
—¡Qué grande es el Universo! —exclamó Pedro.
—¿Estaremos solos en Él? —se preguntaba María.
La cantinela de una chicharra hizo que permaneciéramos en silencio. Posiblemente nos estaba cantando la respuesta.
2ª parte EL AMOR
16- Maayane la samaritana
16- Maayane la samaritana
Llegamos a Sicar, un oasis en el desierto que ya estábamos necesitando.
Los últimos rayos del Sol se perdían en el horizonte.
Una posada a la entrada de la aldea nos sirvió de refugio ante una noche que se prometía fría, los vientos del norte soplaban intensamente desde hacía unas horas.
Exhaustos caímos sobre los lechos que el posadero nos había preparado, aunque un poco incomodado éste por la presencia de una mujer entre nosotros. Mas el Maestro zanjó la cuestión con rapidez, con voz tajante le dijo:
—Ella es antes que yo. Donde ella va voy yo. Donde ella está estoy yo.
El posadero no supo que contestarle y se alejó refunfuñando.
El sueño nos venció rápidamente…
El tercer día desde que salimos de Jerusalén amaneció como se fue el anterior, el viento seguía soplando con fuerza. Decidimos esperar a que amainara, aprovechamos para ver a una vieja amiga del Maestro: Maayane.
Nos dirigimos a su hogar en las afueras, cerca del pozo de Jacob.
Allí estaba, preparando el pan cuando nos vio aparecer. Salió corriendo hacia el Maestro. Se detuvo ante Él, unas lágrimas caían por sus mejillas y en su intención de arrodillarse, Éste le dijo:
—No te arrodilles mujer, pues tú y yo somos hijos del mismo Padre, hermanos, iguales a los ojos de Dios y ante los hombres.
El Maestro le besó en la frente y nos presentó como a sus hermanos.
Nos invitó a entrar en su humilde casa y compartir el pan que preparaba. Así lo hicimos.
Juntos recordaron la conversación que en una ocasión mantuvieron.
Maayane parecía vivir feliz a pesar de su pobreza, hacia honor a su nombre: “Manantial… de alegría”. La alegría de quien se siente en las manos de Dios, de quien sabe que tras una larga búsqueda por fin ha encontrado aquello que tanto deseaba: la paz en su alma.
En su vida, sencilla y dura —por lo que ella misma nos había revelado—, las vicisitudes y penurias le habían enseñado que la humildad es un don que difícilmente se adquiere cuando el corazón está distraído donde la abundancia material mora.
—Tuve momentos de desesperación —nos confesó— cuando me sentía rechazada por las demás mujeres y codiciada como un objeto por los hombres. No quería vivir, me sentía que valía menos que una piedra del camino. Fue entonces cuando en mi más profunda desmoralización rogué al Dios de Abraham y de Jacob que me ayudara.
—Estaba junto al pozo cuando se acercó el Maestro. Nada sabía de Él. Me habló de lo que nadie sabe sobre mi vida, de las intenciones que tenía de acabar con mi sufrimiento. En un instante mi vida cambió, fue como si un rayo de luz me hubiera sacado de la oscuridad en la que vivía. Me devolvió la dignidad que creí perdida para siempre.
—Yo le ofrecí agua del pozo de mis antepasados y Él me dio a beber de un agua nueva, del manantial de agua Viva que nunca se seca.
Nos despedimos de Maayane, con la promesa de que nos volveríamos a encontrar. Nos ofreció alimentos para el camino que el Maestro aceptó con agrado. Él sabía que a pesar de su pobreza no podría rechazarlos, era la pureza de su corazón lo que compartía.
En poco tiempo estábamos lejos de Sicar, camino del norte. Nuevamente los montes desérticos serían nuestra compañía durante parte del recorrido.
Evitamos las pequeñas poblaciones que nos encontrábamos pues el Maestro pretendía que llegáramos antes del anochecer a tierras galileas. Cada vez los valles eran más extensos y esto nos facilitaba la marcha.
Eludimos la aldea de Beth Haggan al atardecer, el aroma de sus tierras fértiles me recordaban la infancia junto al mar de Galilea.
Una choza de labradores junto a una gran encina apartada del camino nos sirvió de cobijo.
La noche estaba extrañamente luminosa. La Luna comenzaba a alzarse imponente en el horizonte sobre las montañas al este del Jordán, su contorno era casi perfecto.
María de Magdala, nos confesaba que le había impactado la dura vida de Maayane la samaritana, su fortaleza a pesar de los golpes que había recibido en ella y cómo cambió su vida.
—¡Cómo cambia la vida de todos los que nos acercamos a Él! —en alto pensé.
El Maestro sonrió. Se alejó un poco de nosotros, quedándose en pie contemplando el cielo nocturno. Los demás nos tumbamos, con la mirada en las estrellas.
—¡Qué grande es el Universo! —exclamó Pedro.
—¿Estaremos solos en Él? —se preguntaba María.
La cantinela de una chicharra hizo que permaneciéramos en silencio. Posiblemente nos estaba cantando la respuesta.